EL ARTE CINEMATOGRÁFICO DE ROBERT BRESSON: LO REAL NO ES DRAMÁTICO




Por Pablo Marín*

Hace casi cuarenta años se estrenó “Un condenado a muerte se escapa”, obra clave en la cinematografía universal. Las opciones temáticas y estilísticas que encierra van muy de la mano con la personalidad de su creador: Robert Bresson.


Un condenado a muerte se escapa” fue estrenada en París, el 10 de noviembre de 1956. Tras abandonar la sala, el joven François Truffaut, conocido por sus ácidas críticas al cine nacional “de calidad”, se apresuró a redactar su comentario para Cahiers du Cinema. “No espero que con estas notas torpemente hilvanadas al salir de un primer visionado pueda abarcar una obra tan grande”, admitió. “Es el primer filme de una brillantez integral”.

No es poco decir para un cineasta-cinéfilo que siempre recorrió los caminos del realismo de Renoir y su artesanía de los sentimientos. Alguien que, sin embargo, fue capaz de advertir la generación de una extraña madeja audiovisual de la cual era testigo pero de cuya estructura no podía referir sino una mínima parte. Es precisamente lo que ocurre frente a este filme y frente a la mayor parte de los realizados por Bresson: una inquietud profunda que recorre a un espectador incapaz de sistematizarla y que se vincula, en lo medular, con la sensación de que se experimenta algo por primera vez.

Porque, en definitiva, lo poco que puede decirse acerca de la vida de Robert Bresson (nacido en 1907), de la forma en que el protestantismo moldeó sus años de infancia y de cómo llegó a comulgar con el jansenismo, no logra levantar el velo de misterio que descansa sobre obras de la envergadura de “Pickpocket” (1959) y “Al azar Baltazar” (1966), y está lejos de explicar los rasgos fundamentales de su personalidad artística. Sólo nos queda volver una y otra vez a sus filmes.

CREAR, NO REPRESENTAR

Aforístico como sus cintas es el libro que resume el pensamiento del creador. En “Notes sur le cinématographe”, Bresson escribe: “Construye tu filme sobre el blanco, el silencio y la inmovilidad”. Con ello remite a la lógica sustractiva que preside sus realizaciones. Justeza, precisión, pobreza, simplicidad. Entronizados en la médula de su obra, estos términos ayudan a entender lo que ésta “no es”. Es decir, espectáculo, antinaturalidad teatral, “trucos narrativos” de la literatura, expresividad de las imágenes;  en definitiva, exterioridad, identificación del ser con las apariencias.

En “Proceso de Juana de Arco” (1962), uno se pregunta por qué no se ven más que rostros, miradas, manos, pies, negándose la exhibición del conjunto, así como los desbordes dramáticos que lleva aparejada la música de fondo. En “L’Argent” (1983), durante la masacre final, llama la atención lo que se nos deja ver de los asesinatos (que jamás son exhibidos): espacios semivacíos, semioscuros, comunicados sólo por el recorrido de un pastor alemán.

Ante todo, la sorpresa y la sensación de incomodidad derivan del adiestramiento del espectador en códigos hace ya largo consagrados en la gramática del cine. Se percibe que hay una dimensión ausente, y es precisamente en este punto donde se puede iniciar una definición del sistema bressoniano.

Podemos hablar, en primer término, del recurso permanente a la rarefacción del cuadro, lo que permite descubrir una verdad profunda e inquietante en las situaciones –libres ahora de ornamentos–, en las acciones, en los distintos momentos, en el despojamiento de los personajes. Se aprecia además una política que tiende sistemáticamente a la concentración en lo esencial, siempre en detrimento de lo accesorio y en favor de un ocultamiento que privilegia el misterio connatural a las personas y a las cosas. Los procedimientos de encuadre y montaje priorizan el compromiso con la situación desnuda y no con aquellos efectos que magnifican su contenido o que reemplazan –en la mayoría de los casos– la frontalidad de los hechos por un sucedáneo estandarizado. El propio Bresson desata el nudo de esta política: “Que los sentimientos conduzcan los acontecimientos. No a la inversa”. Que el conjunto nos dé pautas para comprender, pero que no nos veamos chantajeados por una arenga convincente o por un primer plano lacrimógeno.

La síntesis de lo anterior se alcanza en una fórmula aparentemente paradójica: vaciar la pantalla para excluir la posibilidad del vacío. Es decir, deshacerse de los elementos no funcionales a la diégesis en curso, con miras a acrecentar la fuerza del enunciado. En la sobreabundancia se extraviará el sentido; en la simplicidad estilística radica la voluptuosidad de la creación bressoniana. La pantalla blanca y silenciosa es, en cuanto extremo lógico, una adecuada metáfora de las opciones radicales que aquí se desarrollan.

El contrato que Bresson suscribe con sus medios y con el público (escaso, por lo demás) se sustenta en el supuesto de que la representación es ajena a la especificidad del aparato cinematográfico. La idea misma de re-presentar constituye un recurso elemental del teatro, que al extrapolarse al cine (o al cinematógrafo, como prefiere llamarlo el director) lo sitúa en un estado de sujeción con respecto a otro arte, del cual está separado por grandes y  notables diferencias. Por el contrario, la idea en este caso es “recomponer”, reinaugurar el mundo circundante. Para lograr esto, Bresson no ha echado mano  –como lo hicieron los neorrealistas– a la “tajada de vida”, a la descripción cruda y “objetiva” de una situación. Su estrategia consiste en acceder a una nueva dimensión de lo real  –no necesariamente intersubjetiva– a través de la fragmentación, atendida su necesidad de “ver las cosas en sus partes separables”, luego “aislar estas partes”, y finalmente “tornarlas independientes, con el fin de darles una nueva dependencia”. Los planos quedan, entonces, desprovistos de toda jerarquización, de modo que cada uno “valga” lo mismo (en el aspecto narrativo, de intensidad emocional, etc.), contraponiéndose así a las nociones dialécticas del montaje (Eisenstein) y a aquellas que privilegian el establecimiento de un microcosmos al interior del plano (Andrei Tarkovski, quien, sin embargo, se confesó un gran admirador de Bresson).

El realizador de Moochette, en tanto, “alisa” las imágenes; tiende a suprimir el relieve imaginario de éstas a través del uso inalterable del lente de 50 milímetros, que simula la percepción del ojo, anulando la profundidad de campo y reduciendo al mínimo el número de estímulos que ofrece la pantalla.



¿UN CINE ESPIRITUAL?

Las lecciones que se pueden extraer forman un conjunto abigarrado y tumultuoso, pero sólo tienen valor si son capaces de dar cuenta de un conjunto coherente. Y si hay algo que el espectador familiarizado con Bresson puede corroborar, es que en su caso esto es perfectamente válido. No se trata de “probar” que estemos frente al “cineasta de la gracia”, como se le ha llamado, sino de observar cómo sus opciones estilísticas van de la mano con sus horizontes temáticos.

Bresson nos enseña a esperar lo inesperado. “El viento sopla donde quiere” (Juan 3:8), es el subtítulo de “Un condenado… También es una analogía del mundo que enfrentan sus personajes, quienes pueden tener la suerte del condenado para encontrar una cuchara o pueden ser víctimas de una avalancha de mal, generada por la aparición de un billete falso (como Yvon, el protagonista de “L’Argent”).

“Nuestra vida está hecha de predestinación –jansenismo, pues– y de azar”, ha dicho Bresson, abriendo las puertas a pesadas divagaciones teológicas. “Todo es Gracia”, murmura el cura de Ambricourt (en “Diario de un cura rural”, 1950), antes de morir. Es esta Gracia el factor que desencadena la ejecución de un destino predeterminado. Por eso la sumisión del sacerdote, por eso es que Yvon no puede sino asesinar. Somos prisioneros del destino, según Bresson, cuyo frío retrato de la condición humana le ha ganado la etiqueta de pesimista. Pero ¿cómo se expresa esto cinematográficamente? A través de la poesía que dejan penetrar las elipses. “L’Argent”, filme-testamento, permite apreciar esto: aquí, lo inesperado (el azar) no está solamente en el tema; es una cualidad que deviene estética. La ausencia irritante de planos inútiles, de momentos de distensión que abren el paso a lo que viene, genera una incertidumbre especial. Nos hace conscientes de lo verdadero que hay en el destino, donde nunca sabemos con exactitud lo que va a pasar. El montaje, entonces, “obra el azar” en el filme, haciéndonos advertir que nuestra percepción es siempre interesada y que, cuando somos arrojados a una espiral de dolor, la percepción del tiempo y de los acontecimientos es fragmentaria, sin aderezos dramáticos. Es real.

FRONTALES, HIERÁTICOS

“Sólo hay una manera de fotografiar a las personas: desde cerca y de frente, si se quiere saber lo que sucede en su interior”. Para Bresson el apego a la forma es fundamental para expresar el mundo interior de los personajes. Por eso obra como el pintor que nunca ha dejado de ser. En su libro “Trascendental style in film”, el director y guionista Paul Schrader advierte las similitudes entre el cuadro bressoniano y el ícono bizantino. En ambos casos se está frente a figuras frontales, hieráticas, inexpresivas, incorporadas a cuadros que no poseen relieve. Según Schrader, ello apunta al deseo de evitar la sensualidad. Bresson, al igual que el anónimo artista de Bizancio, no busca que su obra sea, como tal, un objeto de veneración; sólo son formas que remiten a una verdad más profunda, cuyo conocimiento requiere saltarse las particularidades de la obra misma y buscar aquello a lo que ésta remite. Por eso los personajes son autómatas que pululan por la pantalla, por eso “actúan mal” (en realidad no actúan; son modelos, como les llama Bresson, desprovistos de voluntad y que sólo son ellos mismos). Por eso sus textos son planos, como si estuvieran leyendo o hablándose a sí mismos. No son un fin como tales, sino medios para alcanzar un fin, que el director ha definido como la “comunicación de las almas”.

SER QUIEN SE ES Y HACER LO QUE SE DESEA

Bresson es, a todas luces, una figura única en el desarrollo del cine. Es casi imposible concebir actualmente a un realizador en posesión absoluta de sus medios. Su grandeza y sus errores son sólo atribuibles a él. Bresson, después de todo, es el cine que realiza. En ello está el origen de la coherencia de su obra (por no haber hecho concesiones significativas a la industria), la precisión de su estilo (por controlar cada parte de la producción) y también su aislamiento (por ser, claramente, un caso único). Otra consecuencia de su porfía es que el conjunto de su obra desentiende del continuo histórico. Así como en el cine hay tipos de actuación, estilos de fotografía o controversias ideológicas que definen un período, el cinematógrafo circula por la vereda del frente. Él es su propio ritmo, su propio transitar histórico. Y el resultado de todo esto, como afirma Truffaut, es que “el tiempo corre siempre a favor de Bresson”.

Igualmente, la persistencia de Bresson en realizar filmes tan mecanizados como sus protagonistas, lo ha llevado a ser un tipo impopular, completamente ajeno a la lógica del espectáculo. Sin embargo, pienso –más allá de la obviedad de que ser impopular nunca será, per se, un mérito– que sus mayores logros en este sentido son haber dado vida a un conjunto honesto y coherente, opuesto a una epistemología televisiva que renueva constantemente el presente a través de una dosificación de fórmulas probadamente atractivas. Bresson no muestra “lo que la gente quiere ver”. No porque lo ignore, sino porque quiere mostrar “lo que Bresson quiere ver”, porque esta es la única forma de proceder con autenticidad.

En último término, si Bresson es “difícil”, lo es por su sinceridad, porque pide al espectador que abandone su mirada epidérmica, que le dé una oportunidad a sus sentidos, desechando los lugares comunes y los procedimientos estereotipados. Como en “Pickpocket”, donde advierte a la audiencia que el filme no es un policial, sino el relato del encuentro de dos almas a través de extraños senderos. O en el pregenérico de “Un condenado…”, donde parece escribir el epitafio de toda su obra: “Esta historia es verdadera. La doy tal como es, sin ornamentos”.



* El presente texto apareció en el suplemento Artes y Letras de El Mercurio, el domingo 4 de agosto de 1996, y es una adaptación de los principales aspectos de “Lo real no es dramático: Los filmes de Robert Bresson”, memoria elaborada por el autor para optar al título de periodista en la Universidad de Chile.

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