70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: TRES LECCIONES PENDIENTES PARA CHILE

Ilustración de El Roto



por  Álvaro Ramis*



La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada en la tercera Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, en París. A 70 años de su aprobación, se ha consolidado como el texto fundamental de nuestro orden internacional, incontestable e irrebatible a nivel global. Ningún gobierno, ni el más represor y criminal, se atreve hoy a cuestionar abiertamente su legitimidad y exigibilidad. A nivel académico se observan debates importantes, donde se argumentan críticas al concepto de Derechos Humanos, a su fuerza normativa, a su pretensión de universalidad y a los supuestos antropológicos, culturales y éticos que fundamentan su redacción. Pero se trata de discusiones al interior del marco mismo de los derechos humanos, que tienden a fortalecer su aplicabilidad, tratando de evitar el desfase radical entre los derechos declarados y los derechos vividos.


Pero este “triunfo” no implica que en la práctica el imperio de los derechos humanos sea efectivo. Las resistencias son evidentes al escuchar el último informe del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’Ad Al Hussein, al entregar su mandato a la ex Presidenta chilena Michelle Bachelet. Ra’Ad dijo que en la actualidad “la opresión está de nuevo de moda, la vergüenza en retirada” y las “violaciones acumuladas y no resueltas a los DDHH están a la base de los conflictos, no las variaciones del PNB”. Sus conclusiones son dramáticas: “Hoy no es un momento para la complacencia soporífera. Los derechos humanos están bajo presión en todo el mundo, ya no son una prioridad, sino un paria. La legitimidad de los principios de los derechos humanos está siendo atacada. La práctica de las normas de derechos humanos está en retroceso” (1). En esta involución global cabe analizar la situación chilena, donde el debate por la memoria, la impunidad y la coherencia política ha copado la discusión. Al respecto cabría identificar las tres lecciones no aprendidas, que como asignaturas pendientes, siguen pesando en la conciencia nacional.

1. LA MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS COMO DEBER INELUDIBLE

La renuncia de Mauricio Rojas como ministro de las Culturas, a tan sólo 90 horas de su designación, es uno de los acontecimientos políticos más relevantes del año. La reacción masiva a sus declaraciones descalificatorias del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, movilizaron especialmente a los artistas y creadores culturales, al recordarse una entrevista que Rojas dió a CNN en el año 2016, donde aseguró que “más que un museo (...) se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito,, impedirle razonar (...) Es un uso desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional que a tantos nos tocó tan dura y directamente”. Las declaraciones de Rojas fueron apoyadas por distintos personeros de la derecha. Por ejemplo, Magdalena Piñera, hija del Presidente Sebastián Piñera, señaló en Twitter que el museo “cuenta una mirada, con verdad, pero una verdad” por lo cual no uniría a los chilenos. Más explícito fue el presidente de Renovación Nacional, Mario Desbordes, al afirmar: “El Museo de la Memoria es un ejemplo del sesgo con que se pretende escribir la historia. Sólo recoge una mirada, omite el origen de la crisis que en los 60 causó tanto daño a Chile, nada dice de quienes hicieron trizas la democracia y las instituciones con su retórica de odio”. En la misma línea se expresó la presidenta de la UDI, Jacqueline van Rysselberghe, cuestionando el sesgo “de izquierda” del museo, mientras reconocía que nunca lo había visitado. En el mismo tono se expresó editorialmente el diario La Tercera, el 14 de agosto pasado, argumentando sobre los supuestos “riesgos de imponer verdades oficiales”.

La experiencia muestra que la memoria nunca es “una”, sino un poliedro inacabable y disímil. No sólo recuerdan las víctimas; también los victimarios. Manuel Contreras y Álvaro Corvalán han resultado ser prolíficos redactores de “memorias” donde se han explayado en relatos de sus crímenes, siempre justificados por un “contexto” que a su entender les hacía inevitables y necesarios. También los Estados criminales “recuerdan” institucionalmente. En Turquía, la memoria “oficial” del genocidio armenio lo sitúa en un “contexto” de masacres cometidas por ambas partes (otomanos y armenios) como consecuencia de odios interétnicos en el marco de la Primera Guerra Mundial. Prácticas de negacionismo o relativismo histórico, de naturaleza similar, se encuentran en muchos países donde se han violado masivamente los DDHH, desde Ruanda o Polonia, hasta Hungría o Camboya. La justificación de esta práctica siempre radica en construir una “memoria nacional” acomodada al interés del Estado. Para eso se necesita contar con una historia hilada a la manera como pedía la hija de Piñera, un relato que pueda “unir” a la población bajo un nacionalismo banal, que diluya las responsabilidades del pasado, con el interés de exculpar a quienes ejercen el poder en el presente.

Si las memorias son disímiles y contradictorias es necesario optar de acuerdo a criterios éticos por una memoria específica, que debe ser preservada y protegida por su valor público, aunque moleste o “divida” a la ciudadanía. ¿Es equivalente la memoria contenida en el Diario de Ana Frank a la documentada por los criminales nazis en los Juicios de Núremberg? ¿Cabe la necesidad de construir un relato nacional “unificador”, que no incomode la conciencia de los descendientes de los genocidas y criminales de lesa humanidad? Preservar la memoria de las víctimas no es una posibilidad ni un capricho. Como sostiene Reyes Mate existe un “deber de memoria”, que obliga como imperativo ineludible: “El deber de memoria quiere decir que, cuando acontece lo impensable, lo que ha sucedido ha de ser el punto de partida del pensamiento, lo que debe dar de pensar. Si somos capaces de hacer lo que no somos capaces de conocer, ni de pensar por adelantado, ni luego, a posteriori, justificar racionalmente, entonces tenemos que entender que el acontecimiento precede al conocimiento, que lo que ocurrió es lo que da que pensar, y eso significa que todo lo que metamos en ese saco del pensar debe ser articulado ahora por nosotros, por las generaciones que hemos venido después. Es lo que tenemos que hacer a partir de la experiencia de la barbarie. Y, eso significa repensar la política, repensar la ética, repensar la estética, teniendo en cuenta esa experiencia” (2).

2. CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD Y JUSTICIA RESTAURATIVA

Una de las grandes tareas pendientes del sistema judicial chileno es asumir los criterios de la “justicia restaurativa”, “reparadora” o “compasiva”. Este enfoque busca poner la atención en las necesidades de los autores o responsables del delito, y no sólo en el castigo ni el cumplimiento de principios legales abstractos. Esta dimensión ha estado históricamente ausente en los debates jurídicos chilenos, donde prima el ensañamiento y el populismo penal, exponiendo a quienes vulneran la legalidad a penas agravadas y al escarnio público, como ha sucedido recientemente con un grupo de colombianos expulsados del país, a los que el Ministerio del Interior buscó que ocuparan los titulares de la prensa.

El único caso donde se ha argumentado desde el enfoque “restaurativo” en las últimas décadas ha sido frente a los autores de crímenes de lesa humanidad, recluidos en el penal de Punta Peuco. Sólo en ese caso se han sacado a colación todos los principios de la justicia “compasiva”, apelándose desde tribunas políticas por la excarcelación por motivos humanitarios, o buscando la reinserción social y la reconciliación con las víctimas. Cabe indignarse por este enorme contraste. Nunca se han usado los mismos criterios para reformar el sistema carcelario en su conjunto. Nunca se ha buscado la misma conmiseración con el conjunto de las personas que cumplen penas de presidio.

Sería un enorme avance en derechos humanos si el sistema penal chileno se llega a reformar bajo una inspiración “restaurativa”. Pero ese cambio no debe ser discriminatorio, y menos al precio de validar la impunidad. Los beneficios carcelarios de quienes han violado los DDHH están condicionados a nivel internacional muy detalladamente, y exigen de los condenados su colaboración activa con la justicia y claras muestras de arrepentimiento objetivo, expresado en conductas consistentes en el tiempo. Esto es lo que ha señalado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su declaración del 17 de agosto pasado, referida al “otorgamiento de libertad condicional a condenados por graves violaciones a los derechos humanos en Chile”, donde señala: “la aplicación de medidas que le resten sentido o eficacia a las penas impuestas en dichos tipos de crímenes pueden llevar a la impunidad de conductas que los Estados están obligados a prevenir, erradicar y sancionar” (3).

 Eleanor Roosevelt sosteniendo una copia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en español (Noviembre de 1949)


3. LO QUE VALE PARA CHILE, TAMBIÉN DEBE SER EXIGIDO INTERNACIONALMENTE

En una comentada columna (4), posterior a la renuncia del ministro Rojas, el diputado Gabriel Boric ha apelado a la consecuencia política de todos los sectores en materia de DDHH. Señala: “La premisa básica para mí es la siguiente: Los derechos humanos deben ser respetados universalmente y su violación debe ser condenada sin matices, independiente de quienes sean las víctimas y los victimarios”. Esta afirmación, que es esencial al carácter de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no resulta obvia. Una larga historia de matizaciones y contemporalizaciones pragmáticas ha cruzado todo el espectro político en estos 70 años. Pero a estas alturas es insostenible cualquier tipo de doble estándar. Los crímenes del Imperio Británico no justifican las masacres en China, ni los genocidios apoyados y ejecutados por Estados Unidos validan el Gulag soviético. Por ello, los crímenes de Estado de Álvaro Uribe, Enrique Peña Nieto o Michel Temer no pueden exculpar las responsabilidades de Nicolás Maduro o de Daniel Ortega. Entrar a validar “contextualmente” unas violaciones a los DDHH, mientras se demanda justicia y memoria en Chile, implica caer en una “contradicción performativa” (5), es decir, se estaría auto-refutando un enunciado en el mismo acto de su enunciación.

La lección general es simple: En Cien años de soledad el problema de los habitantes de Macondo era que nacían enfermos, con la peste del olvido, y ese olvido era causa de todas las demás desgracias que se narran en esa historia de siete generaciones. Para salir de la peste, Macondo no tiene otra alternativa que recuperar su memoria, hacer justicia y construir sobre ella un aprendizaje social que impida que el pasado se repita cíclicamente en el futuro. Y para eso se requiere un pueblo dotado de coraje y consistencia.



* Teólogo y doctor en Ética Aplicada.

Este artículo apareció en Le Monde Diplomatique Edición Chilena N° 199, de septiembre de 2018.




NOTAS:

(1) 15 de agosto de 2018, disponible en https://news.un.org/en/audio/2018/08/1017022
(2) Reyes Mate, Manuel (2016). “Memoria histórica y ética de las víctimas”, en http://www.pensamientocritico.org/manrey0316.htm
(3) CIDH expresa preocupación por otorgamiento de libertad condicional a condenados por graves violaciones a los derechos humanos en Chile. http://www.oas.org/es/cidh/prensa/comunicados/2018/185.asp
(4) La Izquierda y nuestra obligación de un solo estándar en derechos humanos. https://gabrielboric.blogspot.com/2018/08/la-izquierda-y-nuestra-obligacion-de-un.html?m=1
(5) Apel, Karl-Otto (1975). “El problema de la fundamentación última filosófica a la luz de una pragmática trascendental del lenguaje”, Diánoia, Vol. 21, N° 21, pp. 140-173.

Fotografía de Eleanor Roosevelt en https://commons.wikimedia.org/wiki/File:EleanorRooseveltHumanRights.png


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